“Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe.” Mt 18,5
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PENTECOSTÉS


En sus orígenes, la fiesta de Pentecostés fue una fiesta de
recolección, como la Pascua era la fiesta del comienzo de la siega.
Pentecostés, fiesta de recolección y, por tanto, fiesta de
abundancia, es fiesta de alegría y de acción de gracias.

Cuando la Pascua deja de ser una fiesta agrícola, para
convertirse en seguida en la celebración de la liberación de Egipto,
se trata de extender esta celebración a todos los acontecimientos
que han acompañado al Éxodo. Entre ellos, el mayor acontecimiento
es evidentemente la conclusión de la alianza del Sinaí, cincuenta
días después de haber salido de Egipto.

Para muchos, el primer Pentecostés cristiano evoca la fundación
de la Iglesia bajo la acción del Espíritu.

La proclamación del Reino inaugura los últimos tiempos. Desde la
Anunciación, el Espíritu está obrando en la vida de Jesús. En su
Bautismo intervino el Espíritu de una manera solemne para conferir
a Jesús su investidura mesiánica. Durante toda su vida pública se
multiplicaron los signos de efusión del Espíritu. Y cuando llegó el
momento supremo de la muerte en la cruz, fue también el Espíritu el
que emprendió la obra por excelencia: la Resurrección. En la
sangre derramada por el Mesías se ha sellado una nueva alianza,
que es la que da comienzo al tiempo del Espíritu.


Los apóstoles estaban llamados a ser los fundamentos de la Iglesia y ,

para llegar a serlo, ellos tenían que recorrer un camino espiritual,
acomodando progresivamente su fe ordinaria a la realidad de la resurrección.
El momento esencial de este camino es la Ascensión de Cristo.
Los apóstoles comprenden entonces que el Reino no es de este
mundo, pero que, sin embargo, se construye en este mundo, a
partir de la semilla plantada por Cristo y gracias a la misión universal.

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