Eligiendo
cruces
por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos rodados, Editorial Patria Grande
Esto también
es del tiempo viejo, cuando Dios se revelaba en sueños. O al menos la gente
todavía acostumbraba a soñar con Dios. Y era con Dios que nuestro caminante
había estado dialogando toda aquella tarde. Tal vez sería mucho hablar de
diálogo, ya que no tenía muchas ganas de escuchar sino de hablar y desahogarse.
El hombre
cargaba una buena estiba de años, sin haber llegado a viejo. Sentía en sus
pierna el cansancio de los caminos, luego de haber andado toda la tarde bajo la
fría llovizna, con el mono al hombre y bordeando las vías del ferrocarril hacía
tiempo que se había largado a linyerear, abandonando, vaya a saber por qué, su
familia, su pago y sus amigos. Un poco de amargura guardaba por dentro, y la
había venido rumiando despacio como para acompañar la soledad.
Finalmente
llegó mojado y aterido hasta la estación del ferrocarril, solitaria a la costa
de aquello que hubiera querido ser un pueblito, pero que de hecho nunca pasó de
ser un conjunto de casas que actualmente se estaban despoblando. No le costó conseguir
permiso para pasar la noche al reparo de uno de los grandes galpones de cinc.
Allí hizo un fueguito, y en un tarro que oficiaba de ollita recalentó el
estofado que le habían dado al mediodía en la estancia donde pasara la mañana.
Reconfortado por dentro, preparó su cama: un trozo de plástico negro como
colchón que evitaba la humedad. Encima dos o tres bolsas que llevaba en el
mono, más un par de otras que encontró allí. Para taparse tenía una cobija
vieja, escasa de lana y abundante en vida menuda. Como quien se espanta un
peligro de enfrente, se santiguó y rezó el Bendito que le enseñara su madre.
Tal vez fuera
la oración familiar la que lo hizo pensar en Dios. Y como no tenía otro a quien
quejarse, se las agarró con el Todopoderosos reprochándole su mala suerte. A él
tenían que tocarle todas. Pareciera que el mismo Tata Dios se las había
agarrado con él, cargándole todas las cruces del mundo. Todos los demás eran
felices, a pesar de no ser tan buenos y decentes como él. Tenían sus camas, su
familia, su casa, sus amigos. En cambio aquí lo tenía a él, como si fuera un
animal, arrinconado en un galpón, mojado por la lluvia y medio muerto de hambre
y de frío. Y con estos pensamientos se quedó dormido, porque no era hombre de
sufrir insomnios por incomodidades. No tenía preocupaciones que se lo quitaran.
En el sueño va y se le aparece Tata Dios, que le dice:
-Vea, amigo. Yo
ya estoy cansado de que los hombres se me anden quejando siempre. Parece que
nadie está conforme con lo que yo le he destinado. Así que desde ahora le dejo
a cada uno que elija la cruz que tendrá que llevar. Pero que después no me
vengan con quejas. La que agarren tendrán que cargarla para el resto del viaje
y sin protestar. Y como usted está aquí, será el primero a quien le doy la
oportunidad de seleccionar la suya, vea, acabo de recorrer el mundo retirando
todas las cruces de los hombres, y las he traído a este galpón grande.
Levántese y elija la que le guste.
Sorprendido el
hombre, mira y ve que efectivamente el galpón estaba que hervía de cruces, de
todos los tamaños, pesos y formas. Era una barbaridad de cruces las que allí
había: de fierro, de madera, de plástico, y de cuanta material uno pudiera
imaginarse.
Miró primero
para el lado que quedaban las más chiquitas. Pero le dio vergüenza pedir una
tan pequeña. El era un hombre sano y fuerte. No era justo siendo el primero
quedarse con una tan chica. Buscó entonces entre las grandes, pero se desanimó
enseguida, porque se dio cuenta que o le daba el hombro para tanto. Fue entonces
y se decidió por una tamaño medio: ni muy grande, ni tan chica.
Pero resulta
que entre éstas, las había sumamente pesadas de quebracho, y otras livianitas
de cartón como para que jugaran los gurises. Le dio no sé qué elegir una de
juguete, y tuvo miedo de corajear una de las pesadas. Se quedó a mitad de
camino, y entre las medianas de tamaño prefirió una de peso regular.
Faltaba con
todo tomar aún otra decisión. Porque no todas las cruces tenían la misma
terminación. Las había lisitas y parejas, como cepilladas a mano, lustrosas por
el uso. Se acomodaban perfectamente al hombro y de seguro no habrían de sacar
ampollas con el roce. En cambio había otras medio brutas, fabricadas a hacha y
sin cuidado, llenas de rugosidades y nudos. Al menor movimiento podrían sacar
heridas. Le hubiera gustado quedarse con la mejor que vio. Pero no le pareció
correcto. El era hombre de campo, acostumbrado a llevar el mono al hombro
durante horas. No era cuestión ahora de hacerse el delicado. Tata Dios lo
estaba mirando, y no quería hacer mala letra delante suyo. Pero tampoco andaba
con ganas de hacer bravatas y llevarse una que lo lastimara toda la vida.
Se decidió por
fin y tomando de las medianas de tamaño, la que era regular de peso y de
terminado, se dirigió a Tata Dios diciéndole que elegía para su vida aquella
cruz.
Tata Dios lo
miró a los ojos, y muy en serio le preguntó si estaba seguro de que se quedaría
conforme en el futuro con la elección que estaba haciendo. Que lo pensara bien,
no fuera que más adelante se arrepintiera y le viniera de nuevo con quejas.
Pero el hombre
se afirmó en lo hecho y garantizó que realmente lo había pensado muy bien, y
que con aquella cruz no habría problemas, que era la justa para él, y que no
pensaba retirar su decisión. Tata Dios casi riéndose le dijo:
-Ven, amigo. Le
voy a decir una cosa. Esa cruz que usted eligió es justamente la que ha venido
llevando hasta el presente. Si se fija bien, tiene sus iniciales y señas. Yo
mismo se la he sacado esta noche y no me costó mucho traerla, porque ya estaba
aquí. Así que de ahora en adelante cargue su cruz y sígame, y déjese de
protestas, que yo sé bien lo que hago y lo que a cada uno le conviene para
llegar mejor hasta mi casa.
Y en ese
momento el hombre se despertó, todo adolorido del hombre derecho por haber
dormido incómodo sobre el duro piso del galpón.
A veces se me
ocurre pensar que si Dios nos mostrara las cruces que llevan los demás, y nos
ofreciera cambiar la nuestra, cualquiera de ellas, muy pocos aceptaríamos la
oferta. Nos seguiríamos quejando lo mismo, pero nos negaríamos a cambiarla. No
lo haríamos, ni dormidos.